Un viaje a la memoria porteña

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By Flavia Tomaello

Por Flavia Tomaello, https://flaviatomaello.blog/, Instagram @flavia.tomaello

En una cuadra tranquila de Almagro, una fachada discreta guarda una escena que parece detenida en el tiempo. Al cruzar la puerta de La Capitana, la ciudad actual se vuelve eco lejano y el ambiente se sumerge en otra cadencia: la de las luces cálidas que caen sobre la madera, el brillo suave de la cristalería, el dibujo de los vitrales que filtran destellos de color sobre las mesas. El aire, cargado de tango y bolero, vibra apenas, como si cada nota se apoyara en las paredes para contar historias que no necesitan palabras.
El salón respira una estética cuidada hasta en el mínimo detalle. Las sillas capitoneadas invitan a quedarse, la barra se ofrece como punto de encuentro y las lámparas de araña esparcen una luz que envuelve todo en un tono dorado. Hay algo profundamente envolvente en esa atmósfera: un clima de sobremesa eterna, de charlas que se prolongan, de gestos pausados. La experiencia comienza incluso antes de que llegue el primer plato, en esa sensación particular de estar entrando en un refugio donde el presente se diluye.
Desde la cocina, el aroma del horno de barro marca el ritmo. El perfume de la masa recién horneada, del queso fundiéndose lentamente y de las especias calentándose sobre el hierro crea una antesala irresistible. Las empanadas, doradas y apenas crujientes, se abren para revelar un relleno profundo y jugoso. Los hongos al hierro liberan notas terrosas que se mezclan con el frescor del perejil y el dulzor leve de los tomates. La provoleta, protagonista indiscutida, llega burbujeante, con su superficie dorada y un corazón cremoso que se fusiona con la intensidad ahumada del horno.
Los platos principales apelan a la memoria afectiva de la cocina porteña. El pastel de papa se presenta generoso, con capas que alternan suavidad y carácter, coronadas por una costra dorada que cruje suavemente al partirla. La milanesa a la napolitana desliza su manto de salsa y queso con una abundancia reconfortante, acompañada por papas fritas que mantienen el equilibrio justo entre dorado y ternura. El osobuco, trabajado lentamente, se desarma con facilidad y deja escapar un aroma profundo que habla de paciencia y de recetas heredadas.
Las opciones vegetales sostienen el mismo espíritu hogareño. El pastel de berenjena y boniato combina dulzor y textura, mientras que los canelones, abrazados por una triple capa de salsa, queso y tomate, aportan una suavidad envolvente. Las ensaladas, frescas y bien pensadas, suman contraste: verdes intensos, frutas asadas, quesos de carácter y aliños que despiertan el paladar.
El vermut se convierte en hilo conductor del encuentro. Servido frío, con cítricos y soda, acompaña la espera, la conversación y el primer bocado. También aparecen cócteles que reinterpretan clásicos de aperitivo con un giro moderno, equilibrando dulzor, amargor y acidez en cada sorbo, sin perder la esencia de lo tradicional.
El cierre llega sin artificios, en clave de nostalgia. El vigilante, el flan con dulce de leche, el tiramisú que se desarma suavemente en la cuchara: postres sencillos, honestos, que devuelven al recuerdo de la mesa familiar y a la calma de una tarde larga.
La Capitana se presenta como un bodegón contemporáneo con alma antigua, un espacio donde la experiencia se construye a partir de los sentidos, de la música, del fuego y de esas recetas que forman parte del ADN porteño. Un lugar donde comer también es recordar, y donde cada detalle invita a detenerse, mirar alrededor y dejar que el tiempo, al menos por un rato, camine más despacio.

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