Por Flavia Tomaello, https://flaviatomaello.blog/, Instagram @flavia.tomaello
En la planta baja de un edificio que mira discretamente a Parliament Street, justo bajo la sombra sofisticada de FYN, hay un lugar que late con otro ritmo. Allí, el aire está denso con el aroma de caldos que han pasado la noche en un murmullo de burbujas. El vapor dibuja nubes breves sobre tazones de cerámica artesanal, y el sonido de los fideos al caer en el caldo se confunde con las conversaciones bajas de una sala que parece más Tokio que Ciudad del Cabo. Ese lugar es Ramenhead, la expresión más íntima y callejera de la obsesión japonesa de los chefs Peter Tempelhoff y Ashley Moss.
Fundado en 2022, Ramenhead no nació para seguir una moda, sino para rendir homenaje a una tradición. Aquí, el ramen no es comida rápida: es un ritual que empieza días antes de que llegue a la mesa. Las pastas se fermentan entre dos y cinco días, alcanzando esa elasticidad sedosa que solo se logra con paciencia. El caldo —ya sea un shio delicado, un shoyu profundo o un tonkotsu que abraza— se cuece a fuego lento durante toda la noche, hasta que cada molécula parece haber encontrado su lugar.
Bajo la guía de la chef Julia du Toit, cada bowl es un ensayo sobre el equilibrio: la grasa exacta para envolver el sabor, la proteína bien cortada, la frescura de las verduras, el huevo de yema custard que se abre y se integra como si siempre hubiera pertenecido allí.
El interior de Ramenhead habla con un lenguaje visual claro: maderas ennegrecidas, iluminación puntual que recorta siluetas, cerámicas hechas a mano que piden ser sostenidas con las dos manos. Hay algo íntimo y teatral en comer aquí. El espacio no es grande, pero está pensado para que cada mesa tenga su propio mundo.
Detalles como los noren (cortinas japonesas) que marcan el paso hacia la cocina, o la barra desde donde se ve a los cocineros trabajando en silencio preciso, refuerzan la sensación de haber entrado en una esquina escondida de Shinjuku, aunque al salir te espere la brisa atlántica.
Una carta breve, pensada para quedarse en la memoria. La propuesta no se dispersa en decenas de opciones. Aquí cada ramen está diseñado para ser protagonista, y los acompañamientos —como el karaage crujiente, los gyoza al vapor y las papas fritas con togarashi que se han vuelto un guiño divertido— están al servicio de la experiencia principal. La selección de sake, cervezas artesanales y cócteles con guiños japoneses completa el relato.
Un lugar que late al ritmo de la ciudad. Ramenhead se ha integrado al pulso de Ciudad del Cabo de una manera orgánica. Es uno de esos sitios que parecen funcionar igual de bien un martes lluvioso, con clientes solitarios leyendo en la barra, como un jueves de First Thursdays, cuando las mesas se llenan y la energía de la calle se cuela dentro.
Su ubicación, justo debajo de FYN, no es casual: ambos restaurantes comparten una filosofía de respeto por el producto, precisión en la ejecución y una estética cuidada. Pero mientras FYN mira hacia el cielo con sus panorámicas de altura, Ramenhead se queda a nivel de calle, respirando el aire de la ciudad y abrazando el caos amable del centro.
En apenas un par de años, Ramenhead se ha ganado un lugar como uno de los grandes templos del ramen en el hemisferio sur. No es por alardes ni por marketing estridente: es por la constancia. Por el respeto al tiempo que requieren las cosas bien hechas. Por esa sensación de que aquí, cada bowl es único pero todos cuentan la misma historia: la de dos chefs y un equipo que decidieron que el ramen merecía la misma devoción que cualquier plato de alta cocina.
Salir de Ramenhead es como volver de un viaje breve pero intenso. Afuera te espera la ciudad con sus contrastes; adentro queda el calor del caldo, la memoria del umami y la certeza de que, en el centro de Ciudad del Cabo, hay un rincón donde Japón siempre está a punto de servirse.
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