la esquina que aprendió a envejecer con estilo

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By Flavia Tomaello

Por Flavia Tomaello, https://flaviatomaello.blog/, Instagram @flavia.tomaello

Buenos Aires es una ciudad que devora restaurantes con la misma voracidad con que se devoran las porciones de pizza un sábado a la madrugada. La fugacidad es la norma: locales que nacen con furia, arrasan en redes y se apagan en silencio al cabo de unos meses. Por eso, cada vez que uno tropieza con un sitio que se mantiene firme durante cuatro décadas, la tentación es pensar que algo más profundo que la moda está en juego. Pizza Cero, en la emblemática esquina de Libertador y Ayacucho, es precisamente eso: un clásico que supo hacerse hábito y refugio.
El origen del lugar está marcado por la figura de Alberto Gómez, un hombre que venía de familia de bares, conocedor de la noche porteña y de su geografía afectiva. Abrió el restaurante en 1983, en tiempos de reapertura democrática, cuando Recoleta buscaba consolidarse como territorio de distinción urbana. No eligió al azar: esa esquina, con su aire abierto hacia la avenida y el parque, le garantizaba la doble condición de vitrina y resguardo. Desde entonces, Pizza Cero fue testigo de cenas discretas entre políticos, encuentros de madrugada de artistas y largas sobremesas de vecinos que adoptaron la casa como punto de referencia.
El nombre, que en su momento parecía un gesto arriesgado —una “pizza cero” que no era ni uno ni dos, sino punto de partida—, terminó funcionando como marca de identidad. Y lo que empezó como un restaurante de impronta italiana se transformó en un sitio híbrido: parte pizzería, parte trattoria, parte salón de encuentros sociales.
Una estética reconocible
El ambiente de Pizza Cero se sostiene en una fórmula que no necesita reinventarse: madera oscura, líneas discretas, ventanales amplios y un uso inteligente de la luz cálida que acompaña sin sofocar. Nada en su estética grita novedad, pero todo transmite la calma de lo reconocible. Es un espacio que no intimida y que tampoco se rinde a la moda pasajera del “look industrial” o del exceso vintage que hoy puebla tantos locales de la ciudad. Aquí el diseño se piensa como escenario de permanencia.
El salón tiene esa amplitud que lo vuelve versátil: puede alojar la cita íntima de dos, la reunión de amigos o la mesa larga donde se negocian pactos políticos. La barra, reformada en los últimos años, suma un aire cosmopolita sin alterar el tono general. Y los manteles blancos, detalle que muchos abandonaron, persisten como un recordatorio de cierta formalidad porteña que resiste.
El mérito de Pizza Cero es haber logrado envejecer sin volverse antiguo. Supo incorporar retoques y pulir detalles, pero siempre cuidando la continuidad del gesto inicial: la elegancia sencilla, sin fuegos de artificio.
La cocina de la constancia
Si algo explica la vigencia del lugar, es la carta. La pizza de molde sigue siendo la protagonista, con masa alta, bordes dorados y ese hilo de muzzarella que responde a una memoria compartida por generaciones de porteños. La fugazzeta se defiende con nobleza, la napolitana mantiene el equilibrio entre la acidez del tomate y la frescura de la mozzarella, y la de jamón y morrones sigue siendo un clásico infalible. No hay excesos de autor ni giros caprichosos: la apuesta está en la regularidad, en que cada porción sea exactamente lo que uno espera.
Pero la oferta no se agota en la pizza. Las pastas caseras, las carnes al grill y una selección de ensaladas equilibradas completan un menú pensado para abarcar distintos momentos del día y de la noche. Es cierto que ningún plato busca sorprender: lo que entregan es corrección, porciones generosas y un respeto por la tradición italoporteña. En tiempos donde muchos restaurantes se esmeran en nombres rimbombantes para platos olvidables, hay algo refrescante en esa honestidad.
El servicio acompaña con discreción: mozos de oficio, atentos a la mesa sin exceso de ceremonia, capaces de sostener el ritmo de un restaurante que nunca termina de vaciarse del todo.
Al final, lo que se impone no es solo la comida, sino la sensación de estar en un lugar que se volvió parte de la ciudad. Pizza Cero no es un destino de turistas ni un restaurante que persiga la última tendencia: es un clásico urbano, una esquina que aprendió a envejecer con estilo. Y en una Buenos Aires cambiante, eso no es poco.


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