En una entrevista radial reciente me preguntaban cómo llegamos, en una ciudad como Rosario, a que un pibe te cuente en la escuela, en medio de una clase, que quiere ser sicario. Me vienen a la memoria algunos episodios ocurridos el año pasado dentro de las aulas, entre ellos varias situaciones en las que se encontraron armas en mochilas de alumnos; y también el caso de un niño de once años, de una escuela de La Plata, que se jactó de “aplicar la mafia” mientras amenazaba a sus compañeros. El mismo chico después golpeó de un culatazo a su maestra, desatando un revuelo fenomenal donde las familias pedían a la directora que sancionara con contundencia al agresor.
La necesidad actual de pensar qué hacer con un alumno que lleva un arma a la escuela es, sin duda, una situación de trabajo que ha quedado fuera de cualquier manual de procedimientos escolares. Es algo impensado un par de décadas atrás. Por aquellos años, cuando llegaba al hogar una notificación escolar observando alguna conducta del estudiante, en casa se reforzaba esa amonestación. La familia y la escuela funcionaban como dos instituciones complementarias que no se disputaban autoridad.
Hoy en día, en cambio, cuando en la escuela sobreviene un episodio de mala conducta, es muy probable que el o la docente sientan temor por los posibles efectos de su intervención. Muchas veces las familias desacreditan la autoridad educativa y redoblan la apuesta junto a acusaciones que incluso llegan a instalar la palabra “discriminación” de manera absurda. Estos episodios generan tensiones crecientes y un miedo que comienza a instalarse de manera tal, que desde el establecimiento escolar se vuelve compleja la aplicación de límites, simplemente porque la punición es observada con el excesivo recelo, cuando sabemos que, en realidad, los límites nos marcan claramente dónde estamos parados, nos protegen. “Los limites salvan”, decía un viejo colega. En mi experiencia con adolescentes durante talleres dictados en escuelas, el límite siempre aparece como algo necesario para preservarse, para cuidarse, cuando se trata de reconocer riesgos o evitar exponerse a situaciones de peligro.
Lo que ocurre a continuación es que las familias, en una grieta imaginaria, quedan de un lado y la escuela del otro. Se degrada “lo común”, aquello que hacemos con otras personas de manera colaborativa. Se difumina el “con”, preposición que advierte el sentido de una comunidad educativa. Y las familias, tanto como otras personas que integran el universo educativo, comienzan a no referenciarse como parte del todo comunitario, sino de alguna de las facciones que disputan poder en la institución. Y lo más peligroso: pretendiendo ganarse el respeto a través de relatos donde se impone el destrato y el insulto, no el diálogo, tal como recomendaba Maquiavelo al príncipe Lorenzo de Medici: “Los hombres tienen menos cuidado en ofender a uno que se haga amar que a uno que se haga temer”.
En el ámbito escolar lo comunitario queda devastado por el miedo a represalias tanto de un lado como del otro y, por supuesto, queda expuesto a la intolerancia de lo que haga ese otro que ya no es un par, sino una amenaza. Llevemos esta escena al extremo y pensemos en el nivel de parálisis y de miedo de ese/a docente que debe hacerle un señalamiento a un/a estudiante que pertenece a una familia relacionada con los circuitos narco-delictivos…
En tiempos en que la cultura del individualismo se impone impetuosamente y los discursos políticos dominantes atentan contra el bien común, no es de extrañar que el tejido social comience a resquebrajarse y la familia y la escuela, en tanto instituciones, queden golpeadas ante semejante avanzada. Por eso creo sumamente necesario defender nuestras ganas de construir una comunidad escolar, en común-unidad, para que el miedo paralizante y la impunidad no lo transformen en una meta irrealizable.
Por Eduardo Maróstica: Psicólogo y escritor rosarino. Autor del libro Los príncipes azules destiñen – Supervivencia masculina en tiempos de deconstrucción (Galáctica Ediciones, 2023) y de la nouvelle juvenil El viaje de Camila y otros relatos (2020), declarada de interés municipal y provincial por el Concejo Municipal de Rosario y la Cámara de Diputados de Santa Fe, por el abordaje de la problemática ESI en su contenido.