La infernal máquina de comercialización instala sus mandatos de época a edades cada vez más tempranas: individualismo, impaciencia, búsqueda de la autoafirmación, insatisfacción permanente… ¿Quién cuida la salud de niñas y niños cuando nadie controla el mercado?
Por Eduardo Marostica*
La estrategia neoliberal orientada al hiperconsumo que experimentamos en estos tiempos, no representa ninguna novedad: ya se evidenciaba hace cincuenta años en el libro La era del vacío, de Giles Lipovetsky, donde este filósofo francés describe el novedoso e inminente proceso de personalización, conjunto de artimañas con las que el sistema pretendía maximizar sus modos de comercialización para expandir sus fronteras. Para ello, era necesario generar nuevas necesidades a nivel individual, principalmente incorporando la importancia de la realización personal y la privacidad.
Hace treinta años y más, contar con un teléfono fijo era un objeto preciado para cualquier hogar, ya que quien lo poseía, lo ofrecían a otras familias de la cuadra. Hoy nadie discute que cada integrante de la familia tenga su celular. La tecnología actual es subsidiaria de estos modos personalizados de consumo. El uso del móvil tiene aristas que se relacionan directamente con el concepto de privacidad. Según la antropóloga Paula Sibilia, en el pasado la necesidad de contar con privacidad era algo que se asociaba con la nobleza y la aristocracia. En la Modernidad, este concepto se instala con fuerza entre la burguesía y avanza hacia los sectores populares. La organización de la vida doméstica y del espacio familiar se vuelve permeable a estas ideas, concibiéndose hogares que otorgan (dentro de sus posibilidades económicas) a sus integrantes la exclusividad de su uso.
Como la tecnología también es reflejo de su tiempo histórico, los descubrimientos no surgen así porque sí, de modo aleatorio… Por el contrario, la tecnología que se desarrolla o “se descubre” entra en acción para resolver las necesidades de época. Y como las estrategias de hiperconsumo requieren de la novedad, de la moda, de “lo último”, poseer lo más nuevo se convierte en un signo de distinción. Tener uno u otro celular no da lo mismo. Y lo que comienza a verse como un objeto de deseo, pronto se torna una necesidad que establece, a su vez, nuevos pisos de consumo. Nadie debe dejar de consumir. Nadie puede quedarse desconectado.
En los últimos años, las empresas de tecnología celular han concentrado sus cañones hacia segmentos cada vez de menor edad. Ya no solo salen a “pescar” potenciales consumidores entre adolescentes, sino que apuntan también a niñas y niños en la primera infancia, casi bebés. Esto tiene consecuencias… Podemos atribuirle al uso de celulares una serie de problemas asociados a la alta exposición a las pantallas, por ejemplo, los daños irreparables en la vista debido la cantidad de radiación que emiten. Con el confinamiento por COVID, se agudizaron entre chicos y chicas las patologías oftalmológicas que ya venían en franco crecimiento. ¿Importa esto? Comparado con el negocio que implica la telefonía móvil, pareciera que poco. En tanto, las consecuencias psicológicas se siguen estudiando en función de las diferentes modalidades de aislamiento que atravesaron niños, niñas y adolescentes. En estos tiempos casi distópicos, todo pareciera sacrificable en aras de sostener a toda costa la infernal maquinaria de comercialización, aunque esto se lleve puesta la salud de quienes están más indefensos.
* Psicólogo rosarino y autor del nuevo libro Los príncipes azules destiñen: supervivencia masculina en tiempos de deconstrucción (Galáctica Ediciones 2023) y de la nouvelle juvenil El viaje de Camila.