La política de la ambivalencia: El nombre del deseo o del rechazo

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By Pablo Casabona

Por @Lic.DaniGasparini
Lic. Daniela Gasparini (MN 50.200)

Hay momentos en los que lo que se pone en juego no es solo la legalidad o la política, sino la emocionalidad social.
La posible detención de Cristina Fernández de Kirchner, tras una condena por corrupción dictada por la Corte Suprema, es uno de esos momentos.

Pero no se trata solo de ella. Se trata de todo lo que Cristina representa: una figura que habita la política argentina como cuerpo simbólico, como significante de amor y de odio, como centro de gravedad del deseo colectivo.
No se trata de negar los hechos ni de clausurar el debate, sino de abrirlo: de preguntarnos por qué esta figura, en particular, genera tanta insistencia emocional, tantos discursos orbitando en torno a su nombre.

Tal vez Cristina Fernández se haya convertido en la luz y la sombra del sentido común de nuestra época. Una líder carismática que encarna tanto el amor pasional de quienes la siguen como el odio visceral de quienes la rechazan. Su presencia ocupa la posición subjetiva más deseada: rival ideal para unos, ideal del yo para otros. Pero, sobre todo, se vuelve imposible de pensar desde la indiferencia. Su figura moviliza, convoca, desestabiliza. Lo que le sucede repercute emocionalmente en la masa, ya sea por identificación o por rechazo.

En el campo político-afectivo, CFK representa un liderazgo carismático, con mayor o menor coincidencia, identificación o agrado, pero que resuena en el inconsciente colectivo. Su nombre, su voz, su historia activan pasiones que muchas veces desbordan el sentido o la razón. Su imagen se transforma en parámetro tanto para quienes reproducen su línea ideológica como para quienes estructuran su discurso desde la oposición. Incluso el rechazo, en este caso, es una forma de sujeción.

El discurso no es solo una cadena de significados: también es lo que no puede nombrarse, lo que irrumpe desde el afecto, lo que se filtra desde lo pulsional. Es ahí donde se juega la potencia de un liderazgo carismático: en el afecto que reviste la representación de esa líder. Por eso a veces aparece algo de fanatismo, algo de envidia, algo de conmoción, de identificación positiva o de representación negativa.

En la pasión política —como en el amor o en el odio— habitan restos que van del sinsentido al sentido común, según desde dónde se sitúe quien mira.

No puede negarse el magnetismo que despierta todo lo que hace: que baile, hable o salude desde un balcón se convierte en pura significación, determinante para el devenir político.
Cada nombramiento, cada marca o condena, no solo define una posición: también configura un sujeto. Porque no importa quién pronuncie su nombre: en él hay una marca divisoria, un antes y un después. Se vuelve bisagra. No es indiferente.

El discurso se fragmenta, se agrieta, se repite. La polarización emocional no es un síntoma secundario: es parte del dispositivo. El relato se convierte en generador de sentidos, en territorio donde se intenta fijar lo que está bien o lo que está mal. Es un discurso disciplinador, que produce adhesión o resistencia —y, a veces, ambas a la vez—.

Y en esa dialéctica afectiva, el poder aparece como núcleo: el poder de encerrar, el poder de enjuiciar, el poder de prohibir, pero también el poder de movilizar deseos, de incomodar, de perturbar el orden.
Si molesta, es porque puede. Porque aquello que no puede, no incomoda: simplemente pasa desapercibido.

Concluyo advirtiendo que lo que aquí se expone no se sujeta a un juicio de valor ni a una moral, sino a un análisis profesional sobre un acontecimiento de profunda trascendencia histórica y subjetiva.
Parafraseando a Jacques Lacan:
“El discurso del amo estructura el lazo social. El sujeto, incluso cuando se le opone, no puede evitar ser atravesado por él.”


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